El transatlántico más lujoso de Italia se hundió frente a las costas de Brasil en 1927. El terror de los pasajeros entre explosiones, tiburones y caos. Allí viajaban los abuelos del Papa Francisco, quienes sobrevivieron milagrosamente.
(Por Fernanda Jara)
Construirlo llevó unos dos años y luego de casi 20 años de viajes el 11 de octubre de 1927 el Principessa Mafalda zarpó de Génova rumbo a Buenos Aires con 1.261 personas a bordo. Había algo solemne en aquel viaje. Entre los pasajeros se mezclaban inmigrantes italianos en busca de un nuevo comienzo, diplomáticos, familias acomodadas y un cargamento que, según los registros de la Navigazione Generale Italiana, incluía equipaje de lujo, joyas, correspondencia y un cargamento de oro valuado en unas 250 mil liras italianas, destinado al comercio con Sudamérica. Cómo fue el último viaje del Principessa Mafalda: 314 muertes, kilos de oro, silencio y naufragio en el Atlántico.
El transatlántico, de 9.210 toneladas y 141 metros de eslora, era orgullo de la ingeniería naval italiana. Llevaba el nombre de la princesa Mafalda de Saboya, hija del rey Víctor Emmanuel III, y representaba la elegancia y el poder marítimo de la península. Pero bajo su cubierta reluciente ya se oían los crujidos del desgaste: motores viejos, fugas en el eje de la hélice, fallas en el sistema de refrigeración.
El capitán Simone Gulì, veterano de la marina, había advertido que el barco no estaba en condiciones para cruzar el Atlántico. Pero la orden fue clara: debía zarpar. Nadie podía imaginar que ese sería el último viaje del Principessa Mafalda.
El Principessa Mafalda nació con destino de símbolo. Era más que un barco: era el espejo del orgullo italiano, el resplandor de un país que se asomaba al siglo XX convencido de que la modernidad podía flotar. Cuando fue botado en 1908, las sirenas del puerto de Génova sonaron al unísono y los astilleros se cubrieron de aplausos. El capitán y senador Erasmo Piaggio, fundador del Lloyd Italiano, había concebido un coloso elegante, capaz de unir dos mundos: el de los que partían con los bolsillos vacíos y el de quienes viajaban rodeados de porcelanas y terciopelos. Con sus escaleras de mármol, sus lámparas de cristal y su orquesta permanente, el Mafalda encarnaba la fe ciega de una época que aún creía en el progreso infinito.
Durante casi veinte años, su silueta blanca surcó el Atlántico como una catedral en movimiento. En sus bodegas viajaban cartas, esperanzas y canciones; en sus cubiertas, rostros que miraban el horizonte de América con la ansiedad del que apuesta todo. También lo abordaron nombres célebres —Luigi Pirandello, Arturo Toscanini, Carlos Gardel— y hasta las ondas invisibles de Guglielmo Marconi, que lo convirtió por un instante en laboratorio del futuro. Pero el tiempo, silencioso y paciente, comenzó a cobrar su deuda. Durante la guerra, el Mafalda sirvió como alojamiento militar en Taranto, y cuando regresó al servicio civil ya no era el mismo: el acero crujía, los motores jadeaban y bajo la pintura fresca dormían grietas antiguas. La compañía Navigazione Generale Italiana eligió no escuchar ese murmullo. La belleza, a veces, también puede ser un acto de negación.
El último viaje comenzó con un mal presagio. El 11 de octubre de 1927, cuando el capitán Simone Gulì —de 72 años, mirada de hierro y superstición marinera— pidió retrasar la partida, la respuesta fue una orden: “Zarpe de inmediato”. Apenas soltó amarras, el barco quedó varado por una falla en el motor. En Barcelona hubo que detenerse un día entero; en Dakar, revisar la hélice izquierda; en São Vicente, reparar las cámaras frigoríficas. Cada escala era una respiración forzada del gigante, un aviso que nadie quiso leer. Aun así, el Mafalda siguió adelante, majestuoso y cansado, empujado más por la voluntad humana que por su propio vigor.
En las noches tranquilas, el océano parecía rendirse ante su paso. Los pasajeros bailaban, las copas tintineaban, y el aire olía a colonia y carbón. Nadie sospechaba que bajo sus pies, entre las entrañas metálicas del barco, el destino ya había comenzado a girar.
Y entonces llegó la noche del 25 de octubre. Frente a las costas del nordeste brasileño, el mar se tornó denso, expectante. El Principessa Mafalda avanzaba con dificultad, su maquinaria vibrando como un corazón fatigado, cuando un grito quebró la calma y partió la oscuridad en dos.
Desde las entrañas del Mafalda, donde el calor de las calderas era casi irrespirable, una voz quebró la noche: “Si è rotto l’asse!”. ¡Se rompió el eje!, dijo. El grito del maquinista corrió por los pasillos como una descarga eléctrica, escalando desde la sala de máquinas hasta la cubierta, y en segundos el orden se transformó en pánico. Un estruendo metálico sacudió al Principessa Mafalda: el eje de la hélice izquierda se había fracturado, desgarrando el casco y abriendo una brecha por donde el Atlántico se precipitó sin piedad. Las luces titilaron, el barco tembló, y un chorro de vapor caliente envolvió a los hombres que aún intentaban cerrar las compuertas.
El capitán Gulì mantuvo la calma, como buen líder a bordo, aunque sabía que era el comienzo del fin. Ordenó enviar el S.O.S y contener la estampida, pero el desastre avanzaba con ritmo propio. Las calderas se apagaron, el agua cubrió los motores, y la nave comenzó a escorarse lentamente hacia popa. Los pasajeros, vestidos para la cena, irrumpieron en los pasillos oscuros buscando a tientas una salida. Algunos botes estaban inutilizados por el óxido; otros, mal sujetos, se hundieron apenas tocaron el agua. Desde los buques cercanos —el Empire Star, el Alhena y el Moselle— se divisaban las bengalas rojas del Mafalda, señales de auxilio que parpadeaban como un corazón moribundo sobre el mar.
Entre quienes lucharon por salvar pasajeros, se destacaron dos argentinos: el conscripto Anacleto Bernardi y el cabo principal Juan Santoro. Bernardi, oriundo de Villa San Gustavo, era hijo de inmigrantes italianos y cumplía servicio militar en la Base Naval Puerto Belgrano cuando fue destacado para formar parte de la dotación de la fragata ARA Presidente Sarmiento. Durante ese viaje enfermó de pulmonía, desembarcó en Génova junto con Santoro —también enfermo— y regresaban al país a bordo del Mafalda. Cuando se desató la emergencia, se presentaron ante el capitán para ofrecer sus servicios. Durante el rescate, Bernardi desapareció en el mar después de entregar su salvavidas a un anciano, mientras que Santoro logró sobrevivir y fue rescatado. En homenaje a Bernardi, cada 25 de octubre se conmemora en Argentina el Día del Conscripto Naval.
Su acción honorable fue inmortalizada por el corresponsal de Río de Janeiro del diario El Plata: Tanto Santoro como Bernardi fueron de los últimos en abandonar el Mafalda, después de realizar actos de extraordinario heroísmo, contribuyendo a salvar el mayor número posible de sus compañeros de infortunio. Finalmente ambos se lanzaron al mar, siendo recogido Santoro por uno de los barcos que concurrieron a auxiliar al Mafalda, no ocurriendo lo mismo con el conscripto Bernardi, que quedó flotando en las aguas, asido a un salvavidas. Al amanecer, hallaron al valiente conscripto que se hallaba semidesfallecido. Se dio cuenta de que cerca de él se debatía contra la muerte un anciano que estaba prendido de un pequeño madero. Bernardi, en un rasgo sublime, se desprendió de su salvavidas, entregándoselo al anciano, que gracias a ello pudo salvarse, mientras el conscripto no tardaba en desaparecer de la superficie.
En cubierta, la desesperación se volvió marea humana. Mujeres con niños en brazos clamaban ayuda, hombres forcejeaban por un salvavidas, y los oficiales, desbordados, trataban de imponer un orden imposible. Hubo escenas de heroísmo y también de locura: quienes no encontraban bote se lanzaban al mar, aferrados a maderas o valijas. Mientras el barco se hundía centímetro a centímetro, el caos dominaba la escena. Y cuando el agua alcanzó la cubierta principal, el Atlántico rugió con un sonido sordo y final: el Principessa Mafalda comenzaba a desaparecer, con sus luces y sus sueños, bajo la oscuridad total.
La tragedia dejó preguntas que el mar nunca devolvió. Las autoridades italianas hablaron de fatiga del metal; otros mencionaron sabotaje. Pero lo que más alimentó la imaginación popular fueron los rumores sobre un cargamento de oro desaparecido.
Se decía que parte del tesoro jamás fue registrado en la lista oficial y que varias cajas metálicas fueron cargadas de noche, bajo custodia armada. Ninguna de ellas fue recuperada, y así nació la leyenda: monedas y lingotes por un valor de 250 mil liras, supuestamente un regalo del dictador Benito Mussolini al gobierno argentino, se hundieron con el Mafalda, sumando un misterio a la tragedia.
Entre las cientos de historias humanas que emergieron de aquel naufragio, hubo una que cambiaría el rumbo del siglo XX. Los abuelos de Jorge Mario Bergoglio y su padre, Mario José Bergoglio, iban a viajar y estaban registrados en el Mafalda, pero decidieron postergar el viaje. Según relató el mismo Papa Francisco, en 2017, se salvaron por pura providencia.
“Mis abuelos y mi padre (…) tenían pasajes en el barco Principessa Mafalda que se hundió en las costas de Brasil. Pero no lograron vender a tiempo lo que poseían y entonces cambiaron el boleto y se embarcaron en el Julio César el 1º de febrero de 1929. Por eso estoy aquí."